Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles (7,51–8,1a):
En aquellos días, Esteban decía al pueblo, a los ancianos y a los escribas: «¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! Siempre resistís al Espíritu Santo, lo mismo que vuestros padres. ¿Hubo un profeta que vuestros padres no persiguieran? Ellos mataron a los que anunciaban la venida del justo, y ahora vosotros lo habéis traicionado y asesinado; recibisteis la Ley por mediación de ángeles, y no la habéis observado.»
Oyendo estas palabras, se recomían por dentro y rechinaban los dientes de rabia.
Esteban, lleno de Espíritu Santo, fijó la mirada en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús de pie a la derecha de Dios, y dijo: «Veo el cielo abierto y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios.»
Dando un grito estentóreo, se taparon los oídos; y, como un solo hombre, se abalanzaron sobre él, lo empujaron fuera de la ciudad y se pusieron a apedrearlo.
Los testigos, dejando sus capas a los pies de un joven llamado Saulo, se pusieron también a apedrear a Esteban, que repetía esta invocación: «Señor Jesús, recibe mi espíritu.»
Luego, cayendo de rodillas, lanzó un grito: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado.»
Y, con estas palabras, expiró. Saulo aprobaba la ejecución.
Sal 30,3cd-4.6ab.7b.8a.17.21ab
R/. A tus manos, Señor, encomiento mi espíritu
Sé la roca de mi refugio,
un baluarte donde me salve,
tú que eres mi roca y mi baluarte;
por tu nombre dirígeme y guíame. R/.
A tus manos encomiendo mi espíritu:
tú, el Dios leal, me librarás;
yo confío en el Señor.
Tu misericordia sea mi gozo y mi alegría. R/.
Haz brillar tu rostro sobre tu siervo,
sálvame por tu misericordia.
En el asilo de tu presencia los escondes
de las conjuras humanas. R/.
Lectura del santo evangelio según san Juan (6,30-35):
En aquel tiempo, dijo la gente a Jesús: «¿Y qué signo vemos que haces tú, para que creamos en ti? ¿Cuál es tu obra? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: "Les dio a comer pan del cielo."»
Jesús les replicó: «Os aseguro que no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo.»
Entonces le dijeron: «Señor, danos siempre de este pan.»
Jesús les contestó: «Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed.»
Esteban muere perdonando. Es importante que aprendamos de este ejemplo que tanto nos recuerda la muerte de Jesús. Vemos mucha visceralidad en algunos cristianos que se dejan contagiar por los gritos estentóreos y las calumnias de nuestra sociedad. Si caemos en la acritud y la falta de amor, estamos siendo más de lo mismo y perdemos el norte que nos mueve, que es el anuncio de la salvación a todos los hombres: Jesucristo muerto y resucitado por Amor a todos. Dejarnos arrastrar por la visceralidad nos hace caer en la ideología y perder la novedad del mandamiento del Amor que Jesús nos dejó. Si queremos mantener el Espíritu del Evangelio siempre vivo, hemos de alimentarnos con el que el que es el verdadero Pan del Cielo. El alimento es fundamental para la salud corporal. El alimento del espíritu también es clave para la salud del alma. Hay quien no se alimenta espiritualmente y, como consecuencia, se endurece en sus formas, se debilita en su humanidad y crece lo más animal e instintivo que tiene. Si uno se alimenta de odio, vive el odio; si de avaricia, la avaricia; si de miedos, será un timorato. Nuestro espíritu necesita el Pan de Vida, que nos hace fuertes en la debilidad; que nos abre al infinito; que nos hace pisar tierra y nos permite construir aquí la fraternidad de los hijos de Dios. Un pan que llena los corazones y que no se resiste al pisoteo del ser humano. Un Pan que nos convierte en portadores de dignidad, esperanza y misericordia. Un Pan que nos hace también a nosotros Pan para los demás. Así muere Esteban perdonando. Su alimento es Cristo. Así podemos vivir y morir nosotros. Perdonando y llevando el Pan de Dios que sacia allá donde estemos. Pero, insisto, el alimento ha de ser Cristo, su Palabra, los hermanos, la experiencia de perdón y la inmensidad de sabernos amados por este Dios que nos acompaña y se queda como Pan vivo bajado del cielo. ¿De qué alimento mi espíritu?