LA FE MUEVE MONTAÑAS
Si tuviéramos fe como un grano de mostaza, moveríamos montañas…“Nada os sería imposible”… (Mt17, 20)
¿Pero, qué entendemos por fe? Benedicto XVI define la fe como la respuesta que damos a Dios los seres humanos, al descubrirle presente en nuestra vida, en nuestra historia. Por tanto, la fe nos lleva a vivir la vida teniendo en cuenta a Dios. Y yo me pregunto ¿Señor, te tengo en cuenta en mi vida? ¿Eres tú el que alumbras y diriges mi quehacer y mis decisiones? ¿O soy yo el que hace y deshace sin tenerte en cuenta a Ti?
A veces, parece que la fe es el recurso último para cuando ya se me han acabado las posibilidades que yo controlo. Cuando las cosas se me escapan de las manos, entonces recurro a Dios para que haga un milagro modificando la realidad a mi antojo. Somos tan egocéntricos, que, encima, si las cosas no salen como yo he pedido, me enfado con Dios. Tenemos a Dios como un “dispensador de favores” del que prescindo cuando las cosas puedo arreglármelas por mí mismo.
Pero, según la definición que nos dio el Papa, la fe no es eso. La fe es reconocer a Dios que viene a la vida de cada uno y nos habla; que nos encomienda una tarea y nos acompaña; que nos enseña a mirar con sus ojos la realidad y a amarla con su misericordia entrañable. Con su ejemplo, Dios Hijo, pone en primera línea el valor de la humildad y la grandeza de lo pequeño; la necesidad de ser delicados y defender lo que da Vida, hasta dar la vida; nos enseña que Dios es Padre y, nuevamente con su ejemplo, nos muestra que su vida es hacer la voluntad del Padre que no es otra que: hacer lo imposible para que nadie se pierda, trabajar para que seamos “uno”, amarnos para que nos amemos, sin ninguna duda de cómo hay que amar… y el fin de esa voluntad y el camino, es que todos demos frutos que desde ahora sepan a vida eterna. Si continuamos contemplando a Dios Hijo, vemos que escucha al Padre y que, si bien no busca el dolor, no huye de Él si de eso depende la liberación de los hombres; perdona, se identifica con lo más pequeños, es Pastor paciente… lava los pies y entrega la vida por Amor. Y nos dice que hagamos lo mismo.
La fe por tanto, no es milagrería, sino querer vivir como Jesús, más aún, querer que Cristo viva en mí, que mi vida sea Cristo. Y entonces, las montañas se mueven. Con Dios de la mano, nos unimos realmente los hermanos y, podemos todo.
Llegamos entonces a la conclusión de que la fe, es decir, que responder a la presencia de Dios en mi vida, es, dejar de lado el yo para dejar hacer a Dios. En nuestra prepotencia, entorpecemos y llegamos a anular la acción de Dios en nuestra vida. Porque es nuestro criterio el que nos empeñamos en poner en juego y no escuchamos a Dios, y mucho menos le preguntamos para ver qué hacemos. Eso de amar al enemigo, perdonar, poner la otra mejilla, que tu mano derecha no sepa lo que hace tu izquierda, servir y no ser servido, dar la vida… no va con nuestra forma de ser… Claro, y entonces, no hay fe porque no dejo estar a Dios. Y las montañas no se mueven…
Porque es Palabra de Dios que la fe mueve montañas. El amor, el servicio, la misericordia, la fraternidad… Igual que el mal crea un pecado estructural que supera al ser humano y brotan de él barbaridades maléficas… de un mundo en el que se deja a Dios que esté presente porque vivimos la fe, la explosión de vida y la primavera existencial envuelven la vida del hombre. Y Dios actúa y hace milagros. Y mueve montañas…
Es interesante que contemplemos el diálogo de Jesús con un padre que le pide que cure a su hijo (Mc9, 22b-24) “Si algo puedes, ten compasión de nosotros y ayúdanos. Jesús replicó: ¿Si puedo? Todo es posible al que tiene fe. Entonces, el padre del muchacho se puso a gritar: Creo, pero ayuda mi falta de fe”
“¿Si puedo?” dice Jesús, ¡claro que puede! Pero nosotros no podemos dudarlo. Lo mismo le pasa a Pedro cuando empieza a ir hacia Jesús sobre las aguas… cuando Pedro siente la fuerza del viento, le entra miedo, duda y comienza a hundirse…entonces, Pedro grita “Señor, sálvame” (Mt14, 30)
Quizás, en los huracanes que están soplando en nuestro mundo podemos hacer nuestros, estos dos gritos de gente creyente “creo, pero ayuda mi falta de fe” y “Señor, sálvame” Y gritarlo una y mil veces al que ha venido a salvarnos y dejar que sea Él el que realmente no deje que nos hundamos y que cure lo que más queremos y aquello en lo que se nos va la vida. Y si el grito lo hacemos entre todos, más fuerte suena y más nos une y más eficaz es. Y nos daremos cuenta de que según gritamos, la montaña se mueve: ya no nos hundimos y la enfermedad cesa…
“Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esa fe en la tierra?” (Lc18,8)… Depende de nuestro grito y, como consecuencia, de lo que dejemos hacer a Jesús a través de nuestra acción.
Ángel